Todas las noches de lluvia, desde la sobremesa hasta la hora de acostarnos, mientras mi vieja y yo jugábamos a la canasta, mi viejo, sentado en su escritorio, enchufaba su radio Siete Mares y escuchaba la RAI, mirando la lluvia entre descargas eléctricas de la Onda Corta Transoceánica.
Tenía otras, una chiquitita, para escuchar mientras mi vieja dormía, una al lado de la parrilla eléctrica, otra con forma de libretita, con birome y linterna, otra, con la que se sentaba a tomar mate después de lavar el auto, una, en el escritorio, y su despertador con radio en la mesa de luz. .
Siempre fue el loco de las radios, y cuando viajaba a Paraguay se aparecía con alguna, más moderna y diferente.
Un día mi vieja le protestó, porque como la radio siempre estaba muy fuerte mientras él se afeitaba con la eléctrica, y preparaba el mate, ella se despertaba demasiado temprano, y en el siguiente viaje, se compró una de bolsillo, con audífono, para todas las madrugadas, pero, cuando llovía, la preferida era su Siete Mares.
La noche que le conté sobre mi sueño de dejarlos para irme a trabajar a Formosa, se cortó la luz por un apagón general a causa de la tormenta, que duró hasta la mañana.
El hombre entendió que era un adiós definitivo.
Llorando en silencio, acompañado del sonido de la lluvia, le puso pilas a su radio Siete Mares por primera vez, y escuchó toda la noche las canzonettas de la RAI, pero ya no volvió a cantarlas.
Los años pasaron, carta vá y carta viene, hasta que un día llegó ésa, la que nadie quisiera leer, con la letra chiquita de mi vieja, borroneada por las primeras lágrimas que brotan de la viudez inesperada.
El asfalto, ese día, a causa de las lluvias, parecía estar cada vez más lejos, y para cuando el barro me dejó llegar hasta la Terminal me di cuenta de que jamás podría volver a besar la frente de mi viejo.
No quise viajar, y lloré sin vergüenza alguna sentado entre viajeros que me ignoraban porque no saben lo que es quedarse solo.
Días más tarde, me pareció que traer a mi vieja sería la solución. La esperé un tiempo, se convenció, y finalmente la tuve en casa con unas cuantas cajas, que eran toda su mudanza.
Volvimos a ser muy felices, como siempre, a nuestro modo.
Nos acostumbramos a recordar a mi viejo en las nochecitas de mate y canasta, con una sonrisa triste.
Pude, gracias a Dios, besar la frente de mi vieja, cuando fue a encontrarse con él, una tarde de otoño.
Un tiempo después, coincidiendo con el cumpleaños que siempre celebré con o sin mi viejo, bajo una lluvia torrencial de invierno, tuve que superar la angustia y la depresión, a los martillazos, porque se inundó el galponcito donde guardo los trastos viejos.
Levantando las cosas sobre tablones, con asombro, descubrí entre las cajas mojadas con recuerdos de mi vieja la Siete Mares.
Me senté en un ladrillito y lloré mientras la acariciaba, recordando al hombre que lloró por mí, apoyado en ella, como yo, unos años antes.
Sin darme cuenta, extendí la antena, coloqué el dial en la marca que hizo mi viejo, y encendí la radio, en el preciso instante en que un apagón dejó todo a oscuras.
La RAI, como tantas veces hasta aquella noche en que se fue mi viejo, alegremente trajo otra vez la Italia de ultramar a mis incrédulos oídos.
Escuché, sin poder creerlo, las viejas canzonettas que tarareábamos juntos, y lloré, lloré, lloré…
La Onda Corta transoceánica llenaba de explosiones la oscuridad, y me pareció ver a mi viejo, sentado y sonriendo, a mi lado, mirando la lluvia.
Las viejas pilas que él había colocado se rindieron conmigo, cerca de las cinco, y cuando el murmullo radial dejó de escucharse, llegó la corriente.
Esa misma noche, ilusionado, intenté en vano, con la radio enchufada a la red, sintonizar la RAI nuevamente, en medio de la lluvia.
Probé con desesperación, sin cesar, cada noche, entre llantos, hasta que dejó de llover, y ya no lo pude conseguir.
Probé con la corriente de la red, durante largas noches, durante muchos meses, y también probé con pilas, hasta agotar varios juegos, pero no pude volver a sintonizar la RAI nunca más.
Consulté con la gente del Club de Radioaficionados cada vez que vine a la ciudad, y siempre recibí la misma respuesta: “La Onda Corta Transoceánica jamás se pudo escuchar en Formosa”.
Fue sólo esa vez, y nunca más.
Jamás se repitió el milagro.
Mañana sería otro cumpleaños de mi viejo.
Ya compré las pilas.
Cuento con que lloverá
Luis Horacio Medina, natural de Buenos Aires, reside hace años en Formosa. Ha participado en numerosos certámenes literarios obteniendo varios premios.
1 comentario:
Maravilloso. ❤
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